El proyecto se tituló "Sembrando Colaboración: Fracciones y Palabras en Nuestro Huerto". Los alumnos tuvieron que investigar sobre las mejores prácticas para cuidar su huerto, seleccionando información relevante de diversas fuentes. Para presentar sus hallazgos, debían preparar una exposición, trabajando así las habilidades del campo de Lenguajes. Simultáneamente, para organizar el trabajo en el huerto de manera equitativa y planificar la distribución de las siembras, debían aplicar sus conocimientos sobre suma y resta de fracciones con igual y diferente denominador, conectando directamente con el campo de Saberes y Pensamiento Científico. El huerto dejó de ser un simple anexo de la escuela para convertirse en un aula viva donde el trabajo cooperativo era la única vía para facilitar las tareas y alcanzar un objetivo común, y donde las fracciones dejaban de ser un concepto abstracto para convertirse en una herramienta práctica y necesaria.


Toda intervención pedagógica se debate en una tensión constante entre el ideal y la realidad. Mi intención fundamental era clara: quería que mis alumnos fueran los protagonistas de su aprendizaje, que razonaran por sí mismos, que comprendieran el porqué de cada actividad y que construyeran su propio conocimiento. Anhelaba un aula donde la curiosidad fuera el motor y el diálogo el combustible. Sin embargo, al estar frente al grupo, me di cuenta de que, con frecuencia, mis acciones me arrastraban hacia las costas familiares y seguras de la escuela tradicionalista.

Este patrón se repetía casi sin darme cuenta. Comenzaba con mi explicación del tema, a menudo más extensa de lo necesario, seguida de una actividad de complemento diseñada para reforzar lo expuesto y, finalmente, una retroalimentación general. Aunque buscaba la participación, el centro de la acción seguía recayendo en mi figura. Esta tendencia se agudizaba cuando la dinámica del aula se complicaba. Ante la distracción de los alumnos, mi primer reflejo era alzar la voz para recuperar el control, o recurrir a la advertencia de que cada decisión que tomaran tendría una consecuencia, ya fuera buena o mala.

Si bien esta estrategia me ayudó a mantener un buen control del grupo y a establecer límites claros, también me hizo reflexionar sobre su costo pedagógico. Por otro lado, mi afán por ser exhaustivo en las explicaciones a menudo resultaba contraproducente. En mi intento por no dejar ningún cabo suelto, tendía a hablar demasiado, a introducir conceptos secundarios y a dar vueltas sobre la misma idea, llegando en ocasiones a confundir a los alumnos y aumentando innecesariamente la dificultad de la tarea. Era una paradoja: en mi esfuerzo por aclarar, terminaba por oscurecer.


Reconocer esta disonancia entre mi filosofía y mis acciones fue un paso crucial en mi desarrollo. Comprendí que desmantelar hábitos pedagógicos arraigados es un proceso lento y consciente. No se trata de eliminar por completo la explicación directa, que en ciertos momentos es necesaria, sino de equilibrarla, de ceder el protagonismo, de aprender a callar para dar espacio a las preguntas y descubrimientos de los estudiantes.

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