La formación docente es un crisol donde la teoría pedagógica se funde, a veces de forma abrupta, con la realidad tangible y compleja de las aulas. Este ensayo es el testimonio de ese proceso de fusión, una crónica reflexiva sobre una jornada de prácticas profesionales llevada a cabo en un contexto que, por su naturaleza, magnifica tanto los desafíos como los aprendizasos: una escuela multigrado rural. La experiencia se desarrolló en la Escuela Primaria “Ricardo Flores Magón”, ubicada en la comunidad de El Chabacano, Chapa de Mota, un entorno con una población estimada de 105 habitantes. La escuela, con su matrícula de 18 alumnos —11 en el ciclo de 1° a 3° y 7 en el de 4° a 6°—, su plantilla de dos maestras y dos promotores de apoyo, y su acogedora infraestructura, se convirtió en el laboratorio perfecto para poner a prueba no solo los conocimientos adquiridos, sino la capacidad de adaptación, la creatividad y la resiliencia.
Este
documento se adentra en el laberinto inicial de la planificación, marcado por
la dificultad de organizar un torbellino de ideas frente a la singularidad del
aula multigrado. Explora la inmersión en nuevas metodologías como STEAM y el Aprendizaje
Basado en Proyectos, el diálogo constante entre la intención de fomentar un
pensamiento crítico en los alumnos y la tendencia a recurrir a prácticas
tradicionalistas. Asimismo, se analiza el diseño de estrategias de evaluación
formativa, la superación de la escasez de recursos mediante la creatividad y,
finalmente, se reflexiona sobre los desafíos inherentes al rol del docente en
formación. Todo ello con el objetivo de trazar un mapa de un viaje pedagógico
que, partiendo de la incertidumbre, avanza hacia una práctica más consciente,
contextualizada y, sobre todo, profundamente humana.
El punto de partida de toda intervención educativa es la planificación, un ejercicio que en mi caso se reveló como un desafío monumental. La principal dificultad no radicaba en la falta de ideas, sino, paradójicamente, en su sobreabundancia. Mi mente tendía a sobrepensar cada detalle, a mezclar temas y a construir escenarios tan complejos que se volvían inoperables. Este caos mental se veía intensificado por las características intrínsecas del grupo: una escuela multigrado con alumnos de 4°, 5° y 6° grado compartiendo el mismo espacio físico y temporal. La pregunta que me paralizaba era: ¿cómo diseñar actividades que fueran eficaces, relevantes y accesibles para tres niveles de desarrollo cognitivo distintos de manera simultánea?
Mi
primer impulso fue crear una actividad específica para cada grado. Imaginaba
tres carriles de aprendizaje paralelos, cada uno con sus propias tareas, ritmos
y objetivos. Sin embargo, esta estructura, que en teoría parecía lógica, en la
práctica se desmoronaba. No lograba encontrar una coherencia que unificara la
experiencia de aprendizaje; el aula se fragmentaba en tres micro-grupos
aislados y mi rol como mediador se volvía insostenible. Fue en ese punto de
frustración donde surgió la primera revelación metodológica: debía simplificar.
Decidí abandonar el enfoque diferenciado y empezar a planear como si todos los
estudiantes pertenecieran a un solo grado de estudios.
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